HAY UN MUNDO ALLá ABAJO. UN MUNDO CADA VEZ MáS DESCONOCIDO E INFRECUENTADO; UN MUNDO DE monedas, caracoles, puiedritas tornasoladas, hojas otoÑales de bellos colores y de cordones desatados. Estos últimos nos unen con el adolescente, que no se los ata por esa mezcla de rebeldía e indolencia que los caracteriza. Nosotros, los semi-viejos, no nos los atamos para no agacharnos.
Si doblar la cintura en dirección a ese Inframundo, esa dimensión casi inaccesible, no fuera para nosotros una tarea titánica, un esfuerzo peligroso, una tentación a la posibilidad de no volver a ascender jamás, descubriríamos los infinitos tesoros que nos ofrece el suelo, y, tal vez, no sufriríamos pensando en que .debería hacer abdominales.. En lugar de eso, la caída de una moneda se observa con fatalismo, como un hecho irreparable. Se evalúa si el valor de la moneda compensa los esfuerzos, y, si estamos rondando fin de mes, o estamos frente a la máquina del colectivo, exhalando un ruido gutural (.nnhgrrrgrrrhhh.), la moneda vuelve a nuestras manos.
Se abandona, en cambio, misión semejante, si el caído es un papelito: no importa. Los tickets pierden su valor pasados algunos días. Los números de teléfono vuelven a conseguirse por la vía original, incluso bajo la amenaza de parecer cargosos. Y si es un boleto recién salido del horno, no importa. Nos arriesgaremos. Por último, se ve como un enemigo mortal a quien nos seÑala que tenemos los cordones desatados, tan tranquilos que estábamos en el Mundo Superior, el mundo de los rostros humanos, las cabinas telefónicas y la posición erguida, orgullo de nosotros, los Homo Sapiens.
La otra es andar siempre con un palo, y en la punta un imán. O un chicle, O un pekinés que se pare en dos patas y nos alcance las cosas (y que sepa atar los cordones). Miren, el Sr. Miguel Covarrubias.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario