El arte del regalo ha entrado ya en decadencia desde hace aÑos, lo mismo que sus protocolos y pequeÑas leyes no escritas: una de ellas, la de que su valor monetario debe permanecer en secreto, tiene su corporización concreta en la simpática goma de borrar que acompaÑa a los dependientes de librerías, y que utilizan con mayor o menos pericia en la eliminación del también amigable precio escrito a lápiz, en el margen superior derecho de la primera página.
En tiempos recientes esta regla de oro ha sido bastardeada o directamente suprimida, bajo la forma de facturas entregadas junto con el regalo “por si lo querés cambiar” o la abundancia de regalos de precio standard y de sobra conocido, como por ejemplo CDs.
La primer transgresión es atenuada con la entrega de vales para el canje donde no figura el precio, pero la aceptación de que el regalo puede ser devuelto resulta otra transgresión más: antaÑo era una ofensa deshacerse de un regalo, y se suponía que el regalante había puesto tanto amor y dedicación en esa compra que podíamos romperle el corazón. Hoy esa idea provocaría risas (y diría que ni siquiera risas en serio; risas grabadas, y de la peor calidad, tipo las que aparecen en la serie “Lazos Familiares”).
La segunda transgresión sólo podría ser combatida regalando cosas cuyo precio resulte difícil de adivinar: animales embalsamados, accesorios para aladeltismo, tapices medievales o ekekos. Ignoro si mucha gente está dispuesta a hacer este esfuerzo para defender este principio.
Una transgresión más flagrante es la de regalar dinero: esta práctica estaba reservada a abuelas o tíos lejanos; o a situaciones (casamientos, mudanzas o sencillamente estar en la lona) en que el regalado, por cuestiones de necesidad así lo solicitara. Fuera de estas situaciones o identidades, regalar dinero convertía al regalante en un desalmado ser sin corazón, y el regalo se rechazaba si uno tenía un mínimo de dignidad, o se aceptaba acompaÑado por una mirada de reproche (para luego salir corriendo a gastar el bendito efectivo en el producto más inútil y abyecto posible).
Peor aún era “comprate lo que quieras y después decime cuánto te salió”; ahí el tipo ni siquiera se molestaba en acarrear el efectivo.
Muy bien, un reciente producto de una conocida tarjeta de crédito ha decidido institucionalizar este acto de máximo desamor; se trata de la “tarjeta / regalo”: Una tarjeta de crédito cargada con un monto predeterminado, con la cual podemos obsequiar a nuestros seres más queridos diciéndoles “tomá, comprate lo que quieras”. Incluso le ha agregado una pequeÑa mejora que podría traducirse como “después ni siquiera hace falta que nos veamos para que te dé la plata, porque me lo cargan a mi tarjeta, así que chaucete, ¿eh?”.
El caso es que el regalado ya sabe de sobra el precio de su obsequio; el mismo lo elige y hasta puede administrarlo; ¿Qué significa la regla violada, el hecho de no revelar el precio? Es algo así como “Vamos a imaginar que este regalo ha sido corporizado por el amor de mi espíritu; algo tan prosaico y sucio como el dinero no tiene nada que hacer aquí, y además no tengo deseos de humillarte ni ponerte en situación de deudor usando mi munificencia como arma”. Este mensaje ha sido anulado automáticamente con un pase de banda magnética.
Intento obligarme a que me gusten las innovaciones, porque ya soy bastante retrógrado por naturaleza; por lo tanto, me gustaría pedir que se aÑadiera a este servicio una especie de cuenta donde se vayan registrando los montos de los regalos que les hemos hecho a nuestros allegados a lo largo de nuestra vida, para que, si por esas vueltas de la vida llegamos a cortar relación con una de ellas, podamos exigirles el reintegro de este monto, centavos incluidos; Y que en ese caso se haga una especie de “clearing” entre bancos, favoreciendo al que invirtió mayor cantidad en los cumpleaÑos de toda una vida.
O sea, hagámoslo bien.
Publicado a las 01:29 a.m.
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