lunes, 5 de noviembre de 2012

¡El País Submarino Internationällzy: La Playa de los Sueños Destrozados!


21 de octubre, Los Ángeles



Tras una rápida maniobra Heimlich (gracias a la cual termino de degolver lo que no tengo), recupero cierto estado de conciencia. Bernardo me sugiere continuar el paseo, cuando nos encontramos con una mala nueva: La limusina ha sido removida de su lugar por la grúa municipal de Los Ángeles, un país en serio. Aparentemente estacionar en la punta del muelle no estaba permitido. Mi nuevo amigo comienza a lanzar improperios en un idioma completamente desconocido (“Íjoles, pinche cabrón güey, culpa deste chingado argentino, no contaban con mi astucia güey”). Para tranquilizarlo, le explico que Kathlyn ha tramitado una Corporate Card de su agencia, que nos permite cruzar la calle y alquilar otro vehículo. Bernardo, recuperando el natural buen humor de los de su ralea elige un magnífico Chevy Malibú platinado, decisión que me parece sabia y proactiva.



Me atrevo, entonces, a manejar por las pecaminosas calles de Los Angeles. El automóvil es, como el 99 % de los coches del Gran País del Norte, un automático. O sea, no tiene cambios ni embrague: esa engañosa señal de progreso que consiste en tener menos cosas, y que transfigura nuestros imponentes corceles mecánicos en algo no muy diferente a un autito chocador. Lo encuentro vagamente abominable, pero excepto por un constante movimiento involuntario de mi mano derecha hacia una palanca de cambios inexistente (que me hace sentir como los afectados del “Síndrome de la Mano Extraña”) todo va, redundantemente, sobre ruedas.





Así es como descendemos en Venice Beach, epicentro de los bohemios, hippies, excéntricos y alternativuchis de Los Angeles. El paseo que bordea la imponente playa, atiborrado de patinadores, tatuados y fisiculturistas, semeja un mercado persa para gente moderna. Los “Marijuana Doctors”, profesionales de la salud ataviados jocosamente con uniformes verde loro (cuyos padres han hipotecado su futuro para enviarlos a Yale con este decepcionante resultado) ofrecen una receta de marihuana medicinal a quien se queje de dolor de cabeza, náuseas o una vaga sensación de inquietud. Los negocios de pizza, tacos y camarones fritos se atiborran uno tras otro, alternándose con los de tatuajes, pipas de agua, souvenirse, remeras chuscas y algún puestito callejero de oxígeno terapéutico (que Bernardo me convence de no probar, aduciendo que “they le ponen something”). Un auténtico “Freak Show”, con anunciador y todo es la cereza de la torta de esta escena apocalíptica.





Pronto nos topamos con otro Hombre Notable: Un señor que no sé cómo se llama, que concurre todos los fines de semana a Venice para realizar su campaña personal contra la circuncisión. Por supuesto, me acerco y apoyo calurosamente su causa. El hombre me pregunta de dónde soy y si soy un “Hooded Hero”, es decir, un no-circuncidado. Le explico que en Argentina sólo los miembros más retrógrados y primitivos de la comunidad judía -y los tres o cuatro musulmanes que hay desperdigados por ahí- realizan esta práctica aberrante, y se deshace en elogios entusiastas por mi país, para luego confesarme su envidia por mi condición de ser humano completito; me entrega luego el folleto de la “National Organization of Circuncision Information Resource Centers” que contiene algunas preguntas sumamente coloridas como “¿Por qué el prepucio está allí?” o “Si mi hijo no está circuncidado, ¿se burlarán de él?” y culminando con la frase de Sir Jemes Spence: “La Naturaleza es una amante posesiva, y a pesar de los errores que comete en la estructura de órganos menos esenciales como el estómago o el cerebro, en los cuales no está muy interesada, puedes estar seguro de que es una experta en órganos genitales”. Para reflexionar.





Nos detenemos en un pequeño barsucho playero a reponer fuerzas. La idea de almorzar calamares fritos con cilantro y salsa picante y cerveza no es de las mejores que he tenido en mi vida, dado mi precario estado estomacal.



Por la noche tengo mi primera reunión de trabajo en “El Carmen”, un reducto en el Mid-West City tapizado de páginas de cómics mexicanos pornográficos. Conozco a Kathlyn cara a cara, una americana típica que no puede evitar agregar una risilla de compromiso al final de cada frase, por anodina o desalentadora o incomprensible que esta sea. No puedo quejarme de su eficiencia, ya que ha logrado convocar a Martin y a Tim a la cena. Ambos parecen muy entusiasmados con el proyecto, y sin lanzarse desembozadamente a competir entre ellos me cuentan que tanto Leonardo como Johnny estarían interesados. Entre mis frecuentes viajes al baño, el Spicy Margarita (un elixir diabólico compuesto por 50 % tequila y 50 % ají jalapeño), los Tacos El Carmen (que me perforan el estómago instantáneamente) y mi precario manejo del inglés, no entiendo del todo del todo del todo lo que me proponen, así que muevo la cabeza en señal de asentimiento y con los ojos entrecerrados, como quien evalúa cosas, cosas muy interesantes y de fantasía. Sólo me pongo un poco nervioso cuando me preguntan de qué se trataría más o menos la película, pero zafo elegantemente diciendo que tengo que ir al baño (cosa que por otra parte es cierta), y con la esperanza de que a mi regreso estén hablando de otra cosa. Lamentablemente, y salvo por algunas breves chicanas de Martin hacia Tim vuelven a interrogarme. Les digo en broma “qué pasa, qué, esto es una persecución policial, ehhh, loco, qué pasa, qué es esto, Guantánamo, ehhhh, qué so, vigilante so, te pusiste la gorra, qué pasa”, pero no les causa mucha gracia –salvo a Kathlyn, que finge una de sus risillas características- y por fin me veo obligado a explicarles que el guión es difícil de explicar así en palabras, que de golpe capaz pierde la gracia y así y asá, pero que les enviaré una “sinopsis” y un “tratamiento” a primera hora de uno de estos días.



A la salida Tim y Martin, azuzados por sus 4 Spicy Margaritas per cápita por poco se van a las manos y luego Bernardo, que duerme la mona en el Chevy Malibú me lleva en estado de sonambulismo hasta el hotel. Allí culmino una noche de ensueño atornillado al inodoro.


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