El Drama Invisible de la persona que necesita ir al baño. Mira, Epaminondas, a ese hombre. Míralo, obsérvalo, aprehéndelo, Epaminondas. Por su avanzada edad e impecable traje se nota que es un hombre que ha alcanzado cierto status social. Es un hombre satisfecho de sus logros, magnánimo en el triunfo pero implacable a la hora de la confrontación. Yo no lo elegiría como enemigo. ¿Y tú, Epaminondas? Y sin embargo, sufre, padece, se frunce y constriñe: Necesita mear. Como todos. Como yo, como ella, como tú, Epaminondas. Pero está en la calle. Y no soporta más. ¿Sabes lo qué es la próstata, Epaminondas? Una cosa diabólica. Algún día te lo explicaré, cuando seas grande. Entonces, el hombre que ayer hacía gala de los frutos de su poder (dinero, sirvientes, ascenso social) en este momento, Epaminondas, en este momento en el que daría lo que fuera por ser un Don Nadie, por ser insignificante e invisible, este hombre, Epaminondas, entra a un bar y pregunta si puede utilizar el baño. ¡Mira, Epaminondas, cómo su arrogancia se ha hecho trizas por culpa de una pequeña –no tan pequeña para él- glándula! ¿Su arrogancia? ¡Su dignidad, Epaminondas, su dignidad! Porque este hombre, acostumbrado a ser obedecido y complacido, a no deberle nada a nadie (excepto durante momentos determinados de sus turbios tejemanejes financieros), a no hesitar en contratar a los abogados más caros de la ciudad para destruir a sus enemigos –y a recurrir a métodos más oscuros si hiciese falta- acaba de pedir permiso para ir al baño, Epaminondas. Como un infante, Epaminondas. Como el ser más indefenso de nuestra sociedad, Epaminondas. Y ese microsegundo de humillación le arruinará el día.
No es nuestro deber especular quién sufrirá este día la furia impotente que en estos momentos siente nuestro hombre. Tal vez sea su secretaria, alguno de sus hijos, socios menores o simplemente un compañero de ascensor, ¿quién sabe, Epaminondas? Nuestro único deber es observar. Y el tuyo, aprender. ¡Aprende, Epaminondas!
El drama invisible de la persona que esplota. Mira esa señora, Epaminondas. ¡Mírala! ¡No bajes los ojos! ¡Te quiero orgulloso y lleno de curiosidad, dispuesto a devorar el mundo con los ojos, Epaminondas! ¡Mira su arranque de furia, soltándole improperios a un vendedor de empanadas que cometió el Crimen contra la Humanidad de invadir el espacio público, provocando un tropiezo e incomodidad momentáneos! ¿Sabes, Epaminondas? Este momento enmascara otro drama. El drama del habitante urbano que hace “crac badabún”. ¡Penetra tras las apariencias, Epaminondas! ¡Esa pobre mujer no tiene en realidad nada contra el empanadero, e incluso tal vez le adquiriría dos de carne y una de jamón y queso con gusto en otro instante de su vida! Este momento en que a la señora se la percibe incoherente, gritando ofuscada una serie de conceptos muy polémicos sobre Macri y de Cristina, el país y la educación, de zapatos y de barcos, de repollos y de reyes es apenas la punta del iceberg, o la cabeza del dragón asomando fuera de la gruta.
A esa señora, Epaminondas, lo que le pasa es que durante el día le han venido pasando “cositas”. Nada terrible, pero cada “cosita” es como un dardo que va horadando su espíritu y su templanza. Cositas como que no ha podido extraer dinero de una máquina, que un medio de transporte ha tardado mucho, o tal vez le han dado un cheque diferido o ha pisado un sorete de perro. Y se han acumulado: no estallaría de ese modo la señora si le hubiera pasado sólo una “cosita”, o dos. Tres “cositas”, en cambio –no importa su magnitud- ya bastan para abrir la puerta de sus monstruos interiores. ¿Acaso la señora ha protagonizado un drama o una catástrofe, Epaminondas? ¡No! ¡Vénganse los ejércitos de enfermos, miserables, los desplazados y los locos, los maltratados y oprimidos a mirar a la señora con expresión de reproche y ella admitirá, avergonzada, que en realidad no tiene gran cosa de qué quejarse, Epaminondas! Y sin embargo, no menosprecies el poder omnímodo de las “cositas”. Las “cositas”, duendes traviesos y hasta divertidos si los tratas individualmente, pueden ser un oleaje de Destrucción cuando se presentan en masa. ¡Algún día entenderás de lo que hablo, Epaminondas! ¡Mientras tanto juega, vive, ríe, observa y aprende, Epaminondas! ¡Aprende, Epaminondas!
El Drama Invisible del tipo que da el asiento tarde. ¡Mira a ese hombre, Epaminondas! ¡Míralo! ¡No, Epaminondas, a ese no, Epaminondas! ¡Al otro! ¡Al de verde, Epaminondas! ¿Comprendes lo que ha pasado? ¿Has observado cómo se levantó del asiento, sin mirar a nadie en particular, y luego se corre un par de pasos al fondo con expresión de derrota y vergüenza?
¿Quieres que te cuente una historia, Epaminodnas? Puedo leértela en la mirada vidriosa y humillada del hombre que se empelota contra un asiento del fondo, intentando que nadie haga lo que estamos haciendo nosotros: ¡Viviseccionarlo, Epaminondas (otro día te explicaré lo que significa esa palabra)! El hombre venía sentado. Cansado. Pensando en sus cosas, tal vez leyendo. De pronto, el colectivo empezó a llenarse de señoras más o menos maduras y más o menos obesas, encendiendo en la mente del hombre la pregunta del millón: ¿Son estas mujeres lo suficientemente viejas y gordas para que amerite darles el asiento? ¿Soy un ser despreciable por hacerme estas preguntas? Y el hombre intenta ganar tiempo, buscando una respuesta a estas preguntas, y jurándose a sí mismo que si se tratara de un caso cerrado, una embarazada o una anciana de 120 años o incluso un hombre con un bebé en brazos, saltaría de su asiento como expulsado por un resorte. Pero la ambigüedad de los casos que lo rodean lo confunde. Y mientras se debate en estas cuestiones miserables, sube una embarazada y ¡Bam! ¡Otro caballero le da el asiento, Epaminondas! ¡Él ni siquiera ha alcanzado a elevar sus nalgas tres centimentros del asiento que su competidor ya ha culminado la transacción, ganándose el agradecimiento y reconocimiento mental mínimo de los presentes!
Ahora su asiento se le antoja incómodo. Un lecho de Procusto, Epaminondas. ¿Recuerdas la historia del lecho de Procusto? ¡Bravo, Epaminondas! La posesión del asiento no le resulta tan grata; observa a las semi-viejas semi-obesas a su alrededor y comprende que debió levantarse mucho, mucho, mucho antes, Y se levanta, confiando en que recuperará algo de su dignidad, pero ya sin posibilidad de adoptar gesto heroico alguno, o “otorgar” el asiento a quien él elija, lo tira a la marchanta, Epaminondas, y se retira humillado confiando en su anonimato e invisibilidad. ¡Ese es un hombre al que un gesto pequeño pero miserable ha reducido a la abyección! ¡Ese es el rostro que nunca deberás ver en el espejo, Epaminondas! ¡Recuérdalo por siempre, Epaminondas! ¡Aprende, Epaminondas! ¡Aprende! ¡Conserva esta lección, Epaminondas!
jueves, 15 de marzo de 2012
¡Ofrecen breve catálogo de dramas urbanos invisibles!
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