Escribe el Dr. Tranca
Premio Nobel de Facto de la Medicina Ilegal
ayudemedrtranca@gmail.com
Ahora que ya pasó esta desagradable fiesta comercial de celebración de la amistad, donde la parte más triste no es que sea “comercial” sino que sea una “celebración” y, peor aún, que sea “amistad”, voy a decir tres o cuatro verdades y si no te gustan vení que te espero con los nudillos inyectados en sangre.
Es hora de terminar con esta maricastañuelada de la “amistad” (o “homosexualidad reprimida”, digo yo; “bueno, por lo menos es reprimida”, dirán ustedes, y también tienen razón), que no es más que una lamentable excusa para el contacto físico inapropiado, a saber: palmadas en la espalda, apretones de manos, pulseadas, lucha libre, trompadas, “scraun” y conversación (que también se puede considerar contacto físico porque cada tanto te llega un salivazo y de ahí al beso de lengua solo media la distancia del tecnicismo), es decir, conductas que ningún hombre bien bien bien hombre debería permitirse a él, ni a sus allegados, ni a cualquiera a menos de cien metros a la redonda.
El hombre bien bien hombre no tiene amigos; es un solitario que se lame solo las heridas y se aleja al horizonte luego de haber prendido fuego a esa taberna donde lo miraron feo, sin mirar atrás. Porque sabe que la sonrisita estéril y la charla de fútbol –o autos, o minas, o boxeo, o sobre la mejor forma de limpiar una Kalashnikov, ponele- tan frecuente en estos “grupos de amigos” intenta cubrir con un velo de mentiras y engaños la única realidad: estamos solos, nosotros y nuestro pellejo, en un mundo de lobos contra lobos y donde sólo nos llevaremos a la tumba nuestro cadáver, el de nuestros enemigos –o el de nuestros vecinos más pesaditos- y el arsenal ucraniano que tenemos escondido bajo la baldosa del baño (ya di instrucciones respecto a esto último en mi testamento; contiene una cazabobos que se desmantela sólo mediante una clave especial así que no traten de hacerse los piolas), y que nuestros seres “queridos” –sí, hasta tu mamá, gil!- son capaces de arrancarnos las entrañas si se juega una paga medianamente suculenta (y no crean que no me ha pasado, aprovecho para agradecer eternamente al inventor de las entrañas protéticas de silicón).
El hombre bien bien hombre, a ver si nos entendemos bien porque ya estoy escuchando sus vocecitas de rata gangosa diciendo “ehhhhh, paráaaaa, pero mi amigo el Puchulu es de fierro, el otro día me invitó un asado y tenía molleja y tooooodoooo” y francamente estoy empezando a engranar sólo puede permitirse tres o cuatro tipos de relación con el prójimo: 1) Enemigos, 2) Escudos Humanos, 3) Revolcones con grandes senos de una noche y 4) Camaradas.
Porque, por supuesto, el hombre bien bien hombre no tiene “amigos”, pero sí puede permitirse tener un “camarada”. ¿Cuál es la diferencia? En primer lugar, el camarada nunca mentira vergonzosas idioteces como “la amistad es lo primero”. Porque para un hombre bien bien hombre, lo primero es la misión, sea ésta voltear un gobierno tercermundista, rescatar un niño sabio con un microchip en el recto donde se encuentran importantes secretos gubernamentales, fabricar un tanque casero de carreras o incendiar la taberna de la que hablábamos más arriba; el camarada es un instrumento concreto y temporal con el que debemos tener cierta consideración, a menos que resulte un traidor a la misión -en cuyo caso corresponde bajada de dientes o ejecución, según la magnitud de la misma- o que la misión haya terminado, tras lo cual el DEBER MORAL de ambos “camaradas” es eliminarse mutuamente. Porque un camarada será un camarada, pero sobre todo es un testigo.
Si ambos son de esos hombres que hacen las cosas bien, se asesinarán simultáneamente o conseguirán abordar vivos sus respectivos helicópteros hacia sus respectivos cuarteles centrales (lo que les permitirá continuar con su camaradería hasta la próxima misión, o hasta que uno de ellos decida terminar lo que empezó).
En segundo lugar, nada de conversaciones sobre Tinelli o coleccionismo de Star Trek o el culo de tal mujerzuela de tal película o política o “proyectos en común” (cuando escucho la palabra “proyecto” me llevo la mano a la cartuchera). Porque el hombre bien bien hombre no habla; el hombre bien bien hombre actúa. No, no es actor, tarado; ya hemos hablado del tema de las “actividades artísticas”. Actúa, de hacer cosas.
La camaradería masculina está hecha, en un 99 %, de silencios. Si alguno de ustedes ve a dos hombres hablando, puedo asegurarles que no son hombres ni tampoco camaradas. Como mucho serán las cuatro putas esas de “Sex and the City” y creo que eso es lo más masculino que se puede decir sobre estos dos hombres; porque lo más probable, me temo, es que en realidad se trate de un par de unicornios untados en yogur y brillantina tocando canciones de holandesitas en un flugelheim mágico de donde salen arco iris y calcomanías de “Hollie Hobbie” (y si sé de estas cosas es porque las trillizas -la carne de mi carne- a veces traían amiguitas a casa que venían con esas cosas; lo que bastaba para que llame a sus papis para que buscaran a sus princesitas antes de que infectasen a mis niñas), con caretas de hombre puestas.
No, el hombre bien hombre no habla. No necesita hacerlo. Un hombre de verdad no debe pedirle nada a un camarada, porque se autoabastece, tampoco debe ofrecerle nada porque no es su mami, y no debe arreglar para “encontrarse” porque no es su novia, y no debe intercambiar opiniones con él porque sus pensamientos son algo privado y la opinión del otro no le interesa en lo más mínimo. Si el hombre bien bien hombre debe decirle al otro algo práctico como que “desenfunde su arma que se acercan los del bando enemigo”, es porque el otro no sabe hacer bien las cosas, así que antes de ser un estorbo más vale que se lo carguen (o pegarle un tiro en la nuca a la menor oportunidad).
Un hombre bien hombre puede pasar tardes enteras junto a su camarada sin pronunciar sílaba, bebiendo de sus petacas y viendo algún programa sobre bricolage (donde cada tanto, entre esculturas de porcelana fría y tarjetería española se enseñan cosas muy prácticas), ambos tirados en la cama (porque el hombre bien hombre no tiene más muebles que éste, necesario para los revolcones de una noche -y seria una descortesía permitir que su camarada se sentara en el piso).
Puedo decir con orgullo que así es mi relación con mi camarada Iván, un hosco soviético ex miembro de la KGB y con quien cumplimos alugna misión para la mafia rusa. Jamás, en nuestros veinte años de camaradería hemos intercambiado una palabra; ni siquiera sé si habla castellano, o si sus cuerdas vocales funcionan. Seamos claros. No tengo idea en realidad si se llama Iván, o si realmente estuvo en la KGB. Esto me lo he inventado para darle algún tipo de entidad, porque tampoco sé cómo es su cara: un hombre de verdad nunca mira la cara de otros hombres. ¿Qué son, Megan Fox? Y aparte porque no lo vi nunca –la misión para la mafia rusa se hizo por carta- y no puedo asegurar que exista. ¡Ni siquiera nadie me ha hablado de él! Yo sólo intuyo su existencia, una intuición netamente masculina, hecha de racionalidad y argumentos, pero intuición al fin.
Pero estoy seguro de que “Iván” –llamémosle así- se ha jugado la vida por mí y lo haría diez veces más, siempre que la misión lo requiriera. Y eso es a lo que llamo un “camarada” y no otra cosa, y discúlpenme si a sus “amiguitos” el Pachu o el Cuchu o el Fufifu o el Putitu no les entra el sayo pero a mí me educaron de otra manera y es así y si me lo querés discutir salimos afuera.
Porque para comentar el partido está la radio. O los rehenes.
viernes, 22 de julio de 2011
¡Feliz día del Camarada!
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario