(Viene de acá)
Pero, ¿de dónde proviene este fenómeno? ¿Dónde nace? ¿Cuál es su motivación, su recompensa o “pay-off” -como dicen los pibes de ahora-, el soplo vital que le da origen, el botón rojo que dispara este letal rayo de emplomadura?
La respuesta es “envejecimiento”; pasan los años, la vitalidad merma, la energía declina y el cuerpo no responde. El alcohol ya no nos dota de una alegría de vivir ilimitada, sino de sopor ingobernable e hinchazón abdominal. Un par de rodajas de salamín picado grueso nos deja de cama. ¡Algunos de nosotros sólo podemos hacer el amor durante ocho horas seguidas y no más de siete u ocho supermodelos!
El cerebro no corre una suerte mucho mejor. La creación de nuevos pensamientos ya no fluye irresponsablemente como una canilla abierta (excepto a la hora de crear conspiraciones gubernamentales mientras hacemos la cola de la jubilación). Dosifica la exploración con prudencia excesiva y temerosa, como un adicto a los deportes extremos que ha sufrido una quebradura de todo su esqueleto y, convaleciente y debilitado, temiera volver al ruedo. Los nuevos conocimientos, por otro lado, se resisten a entrar, como si presintieran la aridez y grisitud de ese habitáculo gastado e iluminado a tubo fluorescente.
¿Qué le queda entonces de consuelo a este órgano decadente? “Ya que no puedo absorber, ¡puedo difundir mi excedente acumulado!” Y empieza a hacer docencia.
Tengo la impresión de que la docencia debe ser una de las actividades más dañinas para el espíritu humano. Pasarse las horas quemádole la cabeza a nuestros coterráneos con nuestras experiencias de vida y brillantes conclusiones pareciera a priori una excelente forma de catarsis, o aunque sea un pasatiempo inofensivo. No lo es.
El incinerador de cabezas no lo nota, ya que está muy ocupado en contener los orgasmos superpuestos que le provocan el sentirse escuchado, pero en realidad también se va quemando la cabeza a sí mismo con su propia voz. Por cada palabra que descerraja implacable en el cráneo de sus desgraciados discípulos, varias de sus propias neuronas entran en coma por acumulación de conceptos redundantes. La neurona dice: “Ah, pero esto que estoy escuchando yo ya lo sabía (porque lo estoy diciendo yo mismo)”, así que se tira a dormir una siesta. Y, debido a los problemas de batería de su avanzada edad, sigue de largo. Después de un rato, como que ya no prende de vuelta.
A otros se les da por ser padres; pero son padres de la peor manera, la manera más superficial y aparente: no son los padres intachables que predican con el ejemplo, o padres enérgicos y en la flor de la edad que construyen, desbaratan, proyectan, piden créditos hipotecarios y abren a sus hijos las ventanas del Mundo, ni padres en el sentido más físico de la palabra que pueblan el planeta mediante inagotables torrentes de esperma y/u óvulos, sino padres provectos y yermos. Cáscaras vacías disfrazadas de padres. Padres sentados frente al fueguito, envueltos en un chal de vicuña, que adoptan la pose que tantas veces han escuchado de otros padres ancianos y se dedican a soltar máximas. Muuuuuchas máximas. Una detrás de la otra, sin solución de continuidad, máximas profundas, didácticas, sustanciosas e indigestas, hasta que su auditorio se tira por la ventana. En resumen: No jodan, muchachos, son abuelos.
Y eso es lo que está pasando con Internet: Le vino el viejazo. No importa que se cosmetice con los sucesivos adelantos de la ciencia, messsngers, weblogs, flogs, orkuts, facebooks, twitters e instagrams. Son blefaroplastias, implantes mamarios, peluquines y viagras. Adornos que no disimulan lo inevitable. ¡Internet está vieja y sus habitantes envejecen a velocidades geométricas!
Y para combatirlo hay que pará no, no no hay que nada, casi me llevan con ustedes, ¡no me tendrán!, yo que sé que hay que hacer, NO SÉ NADA, NO SÉ NADA, PAPAPALLALA GOROGROGOROGRO, ME SACO EL SACO ME PONGO EL PONGHO, chorifiuuuuuulso. ¡Potopto!
lunes, 21 de abril de 2014
¡Denuncian el “Efecto Pinti” (finale)!
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